Domingo 23/09, desde el Hostel Casa Land en Taganga

Dicen que todo tiene un límite. Y el de mi estadía en aquel Hostel, hubiera sido ideal se remitiera a los quince días originales. Varias condiciones fueron cambiando, aunque no puedo presentar queja alguna respecto al paisaje y la vista desde cada una de sus terrazas, si podría mencionar que comenzaba a estar a disgusto por ejemplo, con las comidas, que en ese momento, por ser vegetariano, era solo arroz todos los días. El pueblo en si mismo, tenia un limite también. Los pescadores eran toscos y agresivos con lo que a ellos les pareciera un “gringo”, y las escasas cuadras del pueblo en que se podía evitar al menos por unos metros, enredarse en basura de todo tipo, ya las sabía de memoria. Así que decidí avanzar en la idea de retomar mi viaje. Pero esta vez, decidí no voluntariar.

Empecé a soñar con un nuevo plan de viaje, que como suele ocurrir cuando el tiempo sobra, fue desmedido. De Taganga, pensé, desearía recorrer la Guajira antes de encarar el Pacífico, recorrer el desierto pero siempre de la mano de algún Couchsurfer para descansar un poco de las obligaciones de los hostels.

Entre todo esto, tuve una gran alegría. Desde el Amazonas, me había puesto en contacto con Rafaela, una vieja amiga del viaje, que según las redes estaba entrando a Colombia desde Ecuador. Yo la había conocido hacía casi dos años, cuando su viaje recién empezaba en Mina Clavero, Córdoba, y siempre continuamos el contacto. Sin mucha charla, me contó que pensaba visitar Santa Marta y quedamos en vernos.
Cuando el día llego, vino a mi hostel y fuimos a la playa. Yo había pedido mi día libre y charlamos sin parar durante horas. Más tarde, la charla no cesó, y se sumó Adriana, la dueña del Hostel. Al atardecer se despidió, pero unas horas más tarde me escribió preguntando si podía quedarse como voluntaria cuatro días, a lo que Adri accedió, y al final fueron seis.

Charlamos mucho mas aun, me contó de su viaje y me ayudó mucho a buscarle un sentido al mío, a encontrarle uno, de hecho. Me inspiro mucho, tanto como viajero y como escritor. Fue como dijo otra amiga, un mimo al alma.

Un día antes de que se fuera, habíamos organizado con Adriana un trekking que atravesaría la montaña para llevarnos a una playa semi virgen, paradisíaca, llamada Bonito Gordo.
Rafa se sumó al paseo, y partimos ocho a.m. ella, Adri, dos franceses que pararon una semana en el hostel y con quienes también hice amistad, Greg y Ana, y yo. Un total de cinco personas, veinte litros de agua y cinco sandwichs completos. En teoría, Adriana conocía muy bien el camino, y sería nuestra guía. En oposición, a escasos minutos de comenzar la caminata, ya estaba perdida. Aunque aún no lo admitía, podía leerse en sus ojos que comenzaban a reflejar el pánico que internamente sentía. El monte estaba demasiado crecido a causa de las lluvias, y por el mismo motivo, la tierra estaba suelta. El sendero teórico nunca lo encontramos, y sin pensarlo ni decidirlo, de un momento a otro yo me había transformado en el guía.

Durante los primeros metros del ascenso, estaba un poco molesto, intentando no lastimarme e invertí parte de mi energía en criticar la mala logística y organización del paseo. Cuando me di cuenta en la expresión de Adri, que realmente estábamos perdidos en una montaña excesivamente tupida y ya todos lastimados por los cactus y piedras lajas, pase instantáneamente al frente de la fila. Comencé a abrir el monte con mis manos, ya sin sentir las espinas ni los rasguños que las ramas dibujaban en mis brazos y piernas. Yo no conocía el camino, pero ya había descubierto que nadie más lo conocía tampoco, así que recurrí a mi instinto de nivelación. Solo tenía en claro eso, había que seguir subiendo. En más de una oportunidad hubo que escalar y se desmoronaban los muros, por lo que volver por el mismo camino estaba claro, al menos para mi, que no era factible.

El mayor aprendizaje de esta primer etapa del trekking, fue la importancia del humor y la moral. Siempre había leído en las novelas de navegantes y piratas, al capitán escribiendo en su bitácora “la moral de la tripulación sigue alta”, y recuerdo, que siempre me había parecido una estupidez. Esa mañana de ascenso, lo entendí. Cada cincuenta metros, Adriana, con voz temblorosa, expresaba su miedo y disconformidad, y así también inyectaba en el grupo una gran dosis de incertidumbre, dudas e incluso discusiones. De todo, esto fue lo más duro de soportar, y también lo que más alargó la caminata, ya que pasábamos demasiados minutos solo debatiendo qué hacer.
Mientras podía, avanzaba sin pensar, y cuando percibía que se acercaba un nuevo comentario negativo, trataba de dar ánimos para continuar, anunciando la cercanía de la sima o los minutos faltantes estipulados a ojo.

Después de más de cuatro horas de lo que sería un trekking total de 2, habíamos alcanzado recién la cima. Teníamos frente a nosotros la playa, pero aún faltaba bajar. Alrededor de dos horas, buscamos un sendero que seguir, todavía con la ilusión de que existía. El grupo ya era insostenible, los cinco teníamos posturas opuestas sobre lo que había que hacer, pero todos queríamos conformar a todos. Finalmente, el segundo gran aprendizaje del día llego. Nadie está feliz sino hace lo que realmente siente. Yo, estaba seguro de mi método de orientación, y así como los había llevado a la sima con la premisa de subir, sabia que siguiendo hacia abajo la inclinación del suelo, aun sin tener visibilidad, llegaríamos a destino. Y por esa seguridad no estaba conforme con ninguna otra postura. Ana, estaba segura de que si hacíamos eso, nos íbamos a perder durante horas, por lo que tampoco estaría feliz de tomar mi opción. Finalmente, el grupo se partió en dos, Adri y los franceses por un lado, y Rafa y yo por el otro.

En menos de dos horas, siempre siguiendo la inclinación del suelo y el aroma a sal, sin importar la vegetación que tuviera que abrir a mano, llegamos a la playa. Nunca lo dude, pero durante todo el camino de bajada, me preguntaba si había tomado la decisión correcta al permitir la división, sabiendo que ellos probablemente acabarían perdidos. La playa no era lo que nos había contado Adri, ni peces ni estrellas ni nada que no fueran montañas de basura mezclada con la arena. Pese a esto, la alegría que sentíamos con Raf de haber llegado, era inmensa. Mientras nos sentamos a almorzar, vimos llegar una lancha de lugareños que estaban construyendo una casa de fin de semana. Me acerque a contarles la historia, y les pedí que nos llevasen de regreso al pueblo, ellos accedieron y me dijeron que en dos horas zarpaban.

Durante esas dos horas, no paramos de reír ni siquiera para tragar nuestro alimento, ni siquiera para no ingerir el agua de aquel mar al nadar. La felicidad era en verdad ilimitada. Luego, lejos de disminuir, continuó aumentando. Dimos un paseo en lancha sobre el Caribe, de unos 20 minutos sobre olas increíbles y pasando por los paisajes más alucinantes y desde ya, despoblados.

Durante el paseo en lancha, volvió a mi esa sensación de casi culpa, al ver la espesura del monte desde el mar, y la inmensidad de aquella montaña, en la que con seguridad el resto del grupo estaba aún perdido. Y aquí, me llegó otro aprendizaje, cada uno es responsable de sus propias decisiones, yo había expuesto mis ideas y a nadie había obligado a nada, así como no me había dejado obligar tampoco. Si ellos estarían perdidos quién sabe cuántas horas, solo era responsabilidad de ellos mismos, no era un panorama feliz, pero tampoco era mi culpa.

Al llegar a la costa del pueblo, disfrute por primera vez de su mugre, de los vendedores acosándonos, de la  música al máximo volumen en la calle, del olor a fritura y grasa. Nada podría borrarnos la sonrisa. Le habíamos dado al dueño de la lancha un dinero en gratitud, y eso también nos alegraba. Pasamos por una tienda y compramos golosinas, helado y cerveza, sentíamos que había que disfrutar todo al máximo. Una vez en el hostel, encontramos con gran preocupación a la señora de la limpieza, quien ya se había puesto en contacto con Adri por celular, y la había escuchado totalmente aterrada y nerviosa. Ya había enviado a la policía y no quitaba la mira de sus binoculares de la montaña con la esperanza de encontrarlos. Llamamos a Adriana mientras aún tuviera batería para decirle que ya habíamos llegado y estábamos bien, intentando restarle preocupaciones. Pero todo este clima de tensión, no logro afectarnos demasiado. Subimos corriendo las escaleras con nuestras compras y nos metimos a la piscina a comer, tomar y reír sin parar unas horas más. Finalmente, dos horas después del atardecer, llegaron.


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