Miércoles 31/10, desde el Hostel Raíz en Medellín
Al día siguiente de lo último narrado, comenzó el festival.
Las calles del Palenque de San Basilio se llenaron de gringos, europeos y
argentinos en exceso. La mayoría en busca de fiesta, drogas y alcohol y con muy
poco, o nada de interés por la cultura local, a diferencia de mi verdadero
objetivo. Así comprendí, que con mi intención de aprender sobre el verdadero
palenque, no había sido tan buena idea llegar allí en esa época, puesto que
toda la escena era, como decimos en mi país, “for export”.
La familia que me hospedaba, quiso intentar sacar provecho
de la fiesta como el resto del pueblo, vendiendo alcohol y comida en la puerta,
pero como no tenían nada de dinero para hacer una compra inicial, vieron pasar
el primer día de fiesta de brazos cruzados. Cuando me explicaron la situación,
mire en mi mochila con intención de ayudar y les presté los últimos cien mil
pesos (US$30) que me quedaban y dos kilos de harina con los que viajaba como
buen adicto al pan.
Con eso, hicieron compras de cerveza e ingredientes para
cocinar “frito” (empanadas, arepas, etc.) pero que por algún extraño motivo, a
nadie le pudieron vender. Con mi falta de interés en la pérdida de control y
joda hasta altas horas de la madrugada, me ofrecí para ayudarles en la venta,
aunque no hubo demasiado que se pudiera hacer.
Tras cuatro días de festival, mi “inversión”, solo había
generado pérdidas y falsas ilusiones, y los dueños de casa me preguntaron si
podía quedarme unos días más para poder pagarme. Aprovechando la situación, me
dispuse esta vez sí, a conocer el auténtico pueblo. Pero la imagen que me quedo
grabada, tampoco fue la más agradable, creo que hubiera preferido llevarme solo
el recuerdo de la alegría en la gente a causa del dinero que les dejaba la
festividad. Pero en cambio, conocí la auténtica pobreza de una de las regiones más
abandonadas por el estado en Colombia.
Durante el festival, los lugareños se jactaban de no tener
en el pueblo ni policía oficial, ni salud pública, y conservar su cultura en
medicina tradicional africana y cuidarse entre ellos con un cuerpo de policía
local llamado Guardia Cimarrona, pero una vez terminado el evento, quedo
expuesta otra realidad, la decisión de esto no era por parte de los
pueblerinos, sino por ignorancia del gobierno hacia aquellas tierras. La
pobreza era además, y lamento sobremanera decirlo, mucho peor que la económica,
ya que también se destacaba la pobreza en educación y educación social. En el
pueblo, resaltaba la promiscuidad y drogadicción entre hombres y mujeres, y una
codicia desmedida y absurda, que se vestía de corrupción frente al turista.
Dos cosas soñaba con no encontrar en una comunidad afro
descendiente, quizá por prejuicio, quizá por simple inocencia infantil de mi
parte: discriminación y esclavitud. Pensaba que los hijos del pueblo africano,
serian conscientes de lo terrible de estas nociones por haberlas conocido de
primera mano, pero en mi feliz ingenuidad, olvide que las razas no existen, que
todos somos iguales, y que, por lo tanto ellos, también son humanos y
despiadados.
Discriminación no faltaba, justificada o no, miraban al
blanco (o sea a mí), con gran recelo y desconfianza; en el mercado, sin
importar orden de llegada, atendían siempre a los palenqueros antes que a mí,
haciéndome esperar hasta media hora y desde luego, los precios aumentaban
proporcionales a la claridad de la piel. Buscando información para mi investigación,
todos sonreían y me abrían sus puertas, hasta escuchar de mi situación económica,
entonces, parecían de pronto ofenderse de que quisiera saber sobre su cultura
sin tener plata para retribuirles.
En cuanto a la esclavitud, me refiero con perdón, al
maltrato animal. A la falta de conciencia de que ese ser es justamente un ser,
y es por derecho natural, libre. Y veía en las pupilas de un viejo burro,
mientras su jinete negro lo azotaba y pateaba gritándole incomprensiblemente,
la misma expresión que había imaginado en los ojos de los negros coloniales
bajo el látigo español. Realmente nauseabundo era observar la relación de esta
gente con su ganado y animales callejeros. Y esto particularmente, influyo en
la decisión de irme cuanto antes, aun sin poder cobrar mi dinero.
Después de desvelarme horas, intentando encontrar
soluciones, procuraba explicarles a los más chicos, sobre las emociones del
animal, pero riéndose de mis ideas, me mostraban cuanto más divertido era
patear un perro o un cerdo que a una pelota. Frustrado, angustiado e impotente,
decidí entonces partir.
A la mañana siguiente, mientras cargaba mi teléfono me fui a
dar un baño para terminar de alistarme, y en un descuido de Alberto, el dueño
de casa, de ir a comprar el desayuno, dos palenqueros entraron y se llevaron mi
celular, que escondía tras la tapa, los US$20 que tenía de reserva para
emergencias. Solo me amargue un momento, y mientras la familia y amigos se
lamentaba, les dije sonriendo con picardía “que tontos, se llevaron el celular
pero me dejaron la yerba” a la vez que ponía el agua para compartir mis últimos
mates de yerba brasilera.
Desde mi primer día en el pueblo, había conocido a otros dos
venezolanos, también amigos y asiduos de la casa. Uno de ellos, fue quien más
puertas me ayudo a abrir para mi investigación de la cultura, y quien me
relaciono también con algunas personas influyentes del tema. El otro, fue el
que ese último día, me compro comida para el viaje, me pago una moto taxi hasta
la ruta y una hora de internet en el cyber para avisar sobre la falta de
teléfono en las redes y buscar mi próximo hospedaje en Medellín. También me ofreció
plata para los próximos días de viaje, pero solo le sonreí diciendo que ya me
había brindado suficiente y me fui.
Cuando desde Buenos Aires, trace en mi mente el mapa de este
viaje, pensé tocar todos los países sudamericanos hispanoparlantes además del
Brasil, salvo, únicamente por Venezuela, a causa de su situación actual y los múltiples
consejos que recibí al respecto. Pero al menos hasta ahora, desde el primer día
de estas aventuras, Venezuela es sin lugar a dudas el país que más conocí, en cada
pueblo, en cada ruta, y en cada anécdota.
Mi idea anterior, había sido ir a Cartagena, pero entre
varios motivos, por el principal de que la ruta iba derecho a Medellín, decidí
sin pensarlo mucho, cambiar de destino. El viaje fue largo pero nadie me
apuraba, y como siempre, decidí disfrutar cada metro.
De punta a punta del camino, no había más de 400 km, pero a
diferencia de la llanura pampeana, en este tipo de caminos, eso era mucho más
tiempo de viaje. El primer día, solo avance 100 km. Al mediodía, un vendedor de
frutas se me acerco con unas cuantas mandarinas y pomelos, que saciaron tanto
mi hambre como mi sed y continúe viaje. Por la noche, un camionero costeño me
invito a cenar, y durante la charla se convenció de pagarme también una habitación
en el hotel donde el dormiría.
El segundo día empezó mejor, salí del hotel desayunado y
rápidamente me levantaron. Avance un total de 200 km. El último que me alzo, debía
hacer una parada en su casa una hora antes de seguir para el mismo lado que yo
iba, y tras preguntarme si no me molestaba, me llevo a conocer a su familia. Su
esposa me sirvió una mazamorra y un plato de comida delicioso, y sus hijos, que
me veían maravillados, me entrevistaron minuciosamente sobre mi estilo de vida,
mis tatuajes y mi equipaje, mientras me convidaban de sus golosinas. Luego
seguimos viaje, el conductor, uno de sus hijos y yo, hasta un pueblo muy frio a
solo 100 km de Medellín.
Mientras intentaba armar mi carpa en disputa con el viento,
la dueña de un hotel de ruta local, me observo impasible. Cuando finalmente lo
logre, me dijo “Y por qué no dormís acá adentro? Tengo el hotel vacío” a lo que
agrego tras mi usual respuesta “Y yo cuando te pedí plata? Entra que te vas a
enfermar” y me abrió una habitación privada. Esa noche, por primera vez desde
aquella mañana en Congreso, antes de tomar el tren a Zarate, me volví a bañar
con agua caliente, dormí tapado con tres mantas, y vi una película en el cable.
Me sentí como si hubiera hecho una pausa en mi viaje, para volver no sé, a otra
época de mi vida.
La última mañana, camine unos cuantos kilómetros buscando
sitio para hacer dedo, pero cuando finalmente creí encontrarlo, nadie freno.
Tras cerca de cuatro horas en el mismo lugar. Los trabajadores de una lechera
de la vereda de enfrente, me llamaron con silbidos y señas. Me dieron comida y
me preguntaron que hacia ahí parado. Cuando explique mi situación se quedaron
mudos, como si nunca hubiesen escuchado sobre viajar a dedo. En menos de 20
minutos, me volvieron a llamar del mismo modo, y me dieron lo que entre todo el
personal habían recolectado para que me tomase un bus en la terminal, y que
tuviera también para comer. Al ver en mis manos la montaña de billetes
arrugados, me quede pensativo un momento, como sin entender a nuestra especie.
Esta misma humanidad era la que solo hacía dos días me había maltratado y había
visto humillar a los más indefensos, y ahora de todo corazón y sin conocerme de
más de cinco minutos, me entregaban su fe y su cariño, sus mejores y más
honestos deseos. De no ser por la resequedad producida por el viento y la
tierra de la ruta, seguramente hubiera desprendido un par de lágrimas de
emoción. Mudo, salvo para agradecer infinitamente, camine rumbo la terminal con
la mirada fija en el dinero, preguntándome a mí mismo si debía tomar el bus, o
guardarme el dinero y seguir haciendo dedo. Pero aun sin saber cuál era la
mejor opción, me vi obligado a tomar ese transporte, por la sola gratitud a
aquellas personas.
Y finalmente por la tarde, llegue a la gran Medellín...
Comentarios
Publicar un comentario