Hora de seguir viaje.

Durante mi segunda semana en Cartagena, recibí la breve visita de Giulia, que fue una mágica sorpresa, aunque solo duro unas horas y dos días después, llegó David.
Allí, empezamos casi enseguida a tocar juntos y de a poco a conocernos en ese aspecto para armar un buen producto que ofrecer en nuestro viaje.
También conocí en esos días a Kahina, una francesa divina con quién nos entendíamos de primera como hermanos de toda la vida, o incluso de alguna otra. Delirabamos sobre cómo se puede salvar el mundo y cómo ayudar a la gente y pasábamos horas y horas desarrollando ideas y contando historias, recorriendo la ciudad en psicodélicos circuitos sin sentido aparente.

Desde mí llegada, había querido ir a Barú, aquella isla caribeña que había conocido tantos años atrás casi desértica y pura, pero aún no había encontrado el momento.
Una mañana sin previo aviso, apareció en mí hostel David con su equipaje y enojado, contándome que en el suyo le habían robado el teléfono. Lo invite a desayunar para reflexionar, y decidimos juntos entender que Cartagena no nos quería allí, y en ese mismo instante hice mi mochila y nos fuimos.
Cartagena es en esencia una ciudad muy hermosa y llena de enigmas, pero en temporada alta puede volverse un infierno de violencia e inseguridad.

Como ninguno de los dos aceptaba quedarse con las ganas de isla, antes de agarrar ruta, fuimos a pasar ese día y su siguiente noche a Barú. Claro que ya no era la que mi memoria atesoraba, sino más bien lo opuesto, toda la costa estaba plagada de un hostel inmediatamente y pegado al otro, el mar completo de botes, motos de agua, lanchas de motor y bananas y la arena desbordada de gente. Aún así, pudimos hallar paz.
Nadamos durante horas hasta el atardecer, vimos al sol ocultarse en el mar y a la luna salir de él. Fue hermoso lavarnos de ciudad con aquellas aguas sagradas de uno de los mares más enigmáticos y atractivos del mundo, purificador diría.

Tras acampar sobre la cómoda arena blanquecina, despertamos temprano para salir de una vez a la ruta rumbo a un pequeño pueblo llamado Necoclí, desde donde nos embarcaríamos para cruzar a Capurgana.
Fue lento, con un total de cuatro días de viaje, pero muy agradable. Llevaba tiempo con ganas de hacer dedo otra vez, y además esta vez, la compañía era excelente, nos entendimos desde el primer momento. La gente que nos alzó, fue de lo más variada, camioneros, autos, camionetas, bogotanos, antioqueños, y de Bucaramanga, algunos nos llevaron adentro, y otros en la parte de atrás, con la carga, pero todos fueron muy generosos. Pasamos la segunda noche en Ovejas y la tercera en Planeta Rica, pero en ningún lugar conseguimos agua para ducharnos.
Al pasar por Sincelejo un día, paramos a almorzar y conocimos a una fan de los viajeros, nos atendió súper bien por muy poco dinero y antes de partir nos invitó un café para poder charlar un ratito más. Fue muy gratificante en un viaje tan largo, encontrar gente así.
El anteúltimo día, nos levantaron unos Paisas muy alegres que nos invitaron a beber más de lo que acostumbramos pero igual accedimos en gratitud, y a al despedirnos nos regalaron incluso dinero.
Nos dejaron en Necoclí donde tampoco conseguimos agua, y tras pasar la noche, tomamos finalmente la lancha de tres horas a Capurgana en la mañana siguiente.

Ni bien salimos del muelle, aún aturdidos por los motores y el viento, y sin completar siquiera la primer cuadra, nos frenó un chico diciendo que tenía el mejor lugar para nosotros y nos llevó a un camping de reggae muy económico. Ahí conocimos a un chileno que nos invitó a hacer música en el bar donde trabajaba.
Por la tarde conseguimos otro lugar para tocar y también un voluntariado para el día siguiente. David, que aún no sabía de esta suerte laboral instantánea que me envuelve en cada nuevo sitio, estaba muy sorprendido, y aproveché para contarle que así me sucede siempre, y que se prepare para ese tipo de cosas si va a viajar conmigo.

Lo más alucinante para mí, era ver la reacción de la gente cuando nos escuchaba tocar. Esta era la primera vez en mi vida que no hacía música comercial sino algo que realmente me gusta, una especie de chill out improvisado psicodélico de pura percusión. Cuando fuimos al bar para mostrar lo que hacíamos, empezamos a tocar y todos enmudecieron, nosotros, de ojos cerrados, continuamos tocando sin lograr imaginar que estarían sintiendo, pero al terminar todos aplaudieron y festejaron, a todo mundo le encantaba nuestra música, y eso fue para nosotros, un éxtasis absoluto.
Capurganá era, después del desencanto de Medellín y la decepción cartagenera, el paraíso que habíamos estado buscando. En el hostel donde voluntariabamos, nuestra tarea era durante cuatro horas, hacer algo, cualquier cosa que quisiéramos, así que desde el primer día y hasta el último, nos enfocamos en el jardín, que estaba bastante dejado, y resultó uno de lo lugares más elegidos por los huéspedes después de nuestra intervención. Nosotros felices de ayudar, y la dueña y encargada del hostel, más que agradecidas.
Con la música no solo podíamos comer bien e ir ahorrando para nuestra partida, sino incluso nos dimos varios gustos lujosos, como panqueques con dulce de leche y cosas por el estilo. Al final, solo tocábamos en dos restaurantes todas las noches, en uno tres canciones y en el otro cuatro, menos de cuarenta minutos desde que salíamos del hostal hasta nuestro regreso, y alejados por completo de la avaricia, vivíamos en la plena abundancia.

Durante aquella estancia, conocimos muchos huéspedes del hostal, y miles de historias interesantes, desde Max, un alemán al que enseñamos a jugar dominó y con el que hacíamos torneos hasta la madrugada, hasta Isaac, un californiano atrapado en diferentes psicosis depresivas pero con un corazón enorme. También recibimos muchos colombianos que venían por una semana a escapar de sus realidades rutinarias y citadinas, y fue sobre todo con uno, que charle de manera más prolongada y explícita. Se llamaba Alejandro y era empresario, yo respondí a todas sus preguntas como algo normal, pero mientras tanto en sus ojos se podía ver la ilusión de una vida mejor colisionando con sus miedos de perder todo lo que tenia, que a su vez en nuestras charlas descubría que era nada, comparado al mundo que lo esperaba fuera. Lo más interesante de esta persona, es que yo veía como le abría los ojos, pero no fue hasta último momento, en la despedida, que me di cuenta de todo lo que él me había enseñado a mi. Con los ojos llenos de angustia y nostalgia por adelantado, me abrazo fuerte y me dijo “ojalá nunca cambies de vida, te admiro” y se fue.
Otros dos personajes que ame, fueron Alba y Alex, dos catalánas hermosas que nunca voy a olvidar y espero ver pronto en alguna ruta. Con ellas en verdad no compartí tanto, pero no hizo falta más que un par de miradas para conocernos de lleno.
También conocimos a Serena, una francesa de madre argentina que nos convido mate, y su amigo felipe, colombiano y ornitólogo por pasión, con quienes nos adentramos en el primer pedacito de la selva del Darién para observar las aves, y al otro lado del sendero llegamos a Sapzurro y La Miel, dos playas bellísimas, en las que nadamos, y hasta hicimos esnórquel con calamares y peces de colores entre los corales y algas de aquellas bahías.

Realmente son demasiadas las historias que podría continuar narrando indefinidamente sobre el poco más de un mes que vivimos en aquel recóndito paraíso, en las mismísimas orillas del continente sudamericano, a solo un paso de la mítica Panamá que durante tanto tiempo esperamos conocer, pero que de repente, desde el último pedacito colombiano de tierra y mar, ya no lo hacíamos con ansiedad, sino con felicidad pura.



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